Capt. 1 Experimento 1

28 abril 2014

Después de la buena cogida que tuvo el Prólogo de lo que llamé Experimento 1 y de la demanda que recibí por querer saber más, os subo el Primer Capítulo de esta locura.

Aviso para navegantes: esta historia es esperpéntica y ha nacido como una forma de desahogo.

Si no leíste en su momento el Prólogo de Experimento 1 PINCHAD AQUÍ (para que podáis disfrutar de la lectura en orden).

Y aquí va la continuación:

Capítulo 1

Después de pensarlo mucho y de darle vueltas a la cabeza, creo que con todo lo que vivisteis el otro día, con todo lo que sabéis de mí ―por cierto, más que mi madre―, me he dado cuenta que no sabéis quién soy o mejor dicho, cómo soy. Y como yo soy una chica educada, aunque sea tarde, me voy a presentar:
            ―Mi nombre es Cristina Sánchez Blanco. Nia para los amigos. Mido 1’70, más o menos, y peso 90 kg. Bueno, 95 kg. Bueno… y digo yo, que qué más da lo que pese; kilo arriba, kilo abajo: ESTOY ESTUPENDA ―sí, hoy me he levantado con el ego subido―.
»El cabello lo llevo corto, rubio, de un rubio natural que llama la… Vale, sí, me habéis pillado, es de bote pero tengo una peluquera que me deja divina cada vez que voy a verla… Cada 6 meses. Mis ojos son de un color especial, brillante, atractivo… Esperad que me gusta soñar de vez en cuando, ains… Son marrones. De un insulso color café o por poner una etiqueta poética: color caramelo ―entre nosotros: color mierda―. Y soy… ¿simpática? ¿agradable? ¿amistosa? No sé qué adjetivo encaja mejor para describirme, quizás algo cínica de la vida y no me gusta, no me gusta, no me gusta hacer nuevos amigos. Me cansan las relaciones diplomáticas y me gusta más quedarme en casa que… ¡Agh! Acabo de darme cuenta que soy Mr. Scrooge.
            »El tema es que como habéis podido averiguar mi vida es un tanto complicada últimamente pero si queréis acompañarme en la aventura de ser ESCRITORA ―que conste que lo pongo en mayúsculas para creérmelo del todo― sois bienvenidos.
            »Por que una vez hechas las presentaciones continuemos con la historia.


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Un día más en la tediosa y aburrida mañana de una parada en este nuestro país, España.
Hoy, para variar, me ha tocado madrugar para ir a sellar al INEM. Lo sé, no me lo digáis, sé que podría haberlo hecho desde internet pero entre nosotros, no me fío de ello. Tengo la firme convicción de que lo que nos han vendido como el mayor de los avances, para el bien común de los ciudadanos de a pie, es solo una artimaña de los que mandan para que de alguna manera u otra terminemos fuera de la lista de los miles de parados que acechamos en las estadísticas.
            El despertador sonó bien temprano ―no hay que olvidar que hay un horario para que te impriman el sello en la demanda―. Me arreglé con el mejor de mis trajes. Ese de color mostaza que siempre me ponía para dar una buena impresión y me recogí el cabello con un moño impecable. Sí, iba a sellar. No, no iba a ninguna cita, ni entrevista, ni reunión pero… y si  mientras esperaba llegaba el perfecto jefe, aquel príncipe azul que en vez de repartir besos, repartiera trabajo.
            ¡ILUSA!
            Después de esperar una cola infinita que por arte de magia se evaporó en menos de diez minutos ―la gente tiene mucha prisa cuando no tiene un trabajo―, acabé delante de la endemoniada página en blanco… perdón, no estaba en blanco, no me puedo olvidar del título que tanto me costó. Pues eso, terminé delante de la pantalla del ordenador esperando que mi Experimento 1 avanzara.
            Lo sé, el día anterior quedé con ella. Tenía una cita ineludible que cumplir por la tarde pero después de exprimir mi cerebro, buscando ese título ideal ―aunque fuera provisional―, no me vi capacitada para continuar. También es verdad que me quedé dormida encima del sofá, con la baba colgando y solté más de un… pero en fin, creo que todo esto no es necesario que lo sepáis.
            El caso es que los segundos se sucedieron, los minutos les siguieron hasta que ya, harta de esperar más, cuando mi trasero llevaba asentado una media hora de reloj, me levanté y me puse a desembalar las cajas de la mudanza ―en mi vida hubiera pensado que escribir agotaría tanto―. Vacié una tras otra. Limpié muebles, coloqué CDs, libros y guardé la ropa que quedaba de alguna maleta en el armario. Todo ello arrastrando una bolsa de basura donde iba depositando esos objetos preciados que tanto me gustaban y que mi querido prometido me había regalado ―inciso: ¿se nota la ironía?
            Acabé agotada. Las cajas estaban vacías. Los armarios y las estanterías estaban casi vacíos… Miré a cada lado y no lo comprendía:
            ―A ver Nia ―me dije en voz alta―. Si viniste cargada como una mula. Si vaciaste el ático y apenas le dejaste nada a ese HdP ―creo que no hace falta que os lo traduzca pero si no lo entendéis avisad―. ¿Dónde coño está todo?
            De pronto caí. Sí, lo sé, a veces soy un poco torpe. Cerca de la puerta, como si de una bandera negra se tratara ―negra por el color no es porque estuviera de luto―, había una docena de bolsas de basura que esperaban que las bajara a la calle.
            ―¿Y ahora qué hago?
            Me desplomé sobre el sofá y dejé mis ojos fijos sobre esa montaña de plástico. La realidad acababa de golpearme bien fuerte dejándome K.O. y sin poder evitarlo comencé a llorar.
            ―Mierda de vida ―me repetí una y otra vez mientras mi rostro era bañando por el agua salada―. ¿Qué voy a hacer ahora?
           
En ese momento la Marcha Imperial de Darth Vader resonó por el apartamento. Un momento muy oportuno para que sonara el móvil.
            ―Sí, mamá.
            ―Cristina ―me saludó.
            El silencio se posó en la línea del teléfono. Yo intentando sosegarme después del bajón que acababa de sufrir y ella, mi madre, pues en realidad no sé qué estaría haciendo.
            ―Mamá, ¿querías algo?
            ―No. Solo llamaba para ver cómo estabas.
            Dejé mis ojos en blanco.
            ―Bien… ―mentí. Sí, mentí pero si la conocierais.
            ―Ajá.
            Un nuevo silencio.
            ―Mamá, tengo cosas qué hacer.
            ―Ah, vale. Yo también.
            ―Adiós.
            ―Ah, sí, hija. Se me olvidaba ―me dijo de pronto.
            ―Si….
            ―Hoy he visto a Pedro, tu prometido…
            ―Ex prometido, mamá ―le interrumpí.
            ―Preguntó por ti y…
            ―Mamá, de verdad, no quiero saberlo ―le señalé contando mentalmente hasta diez.
            ―Pero Cristina. ―Gruñí y sé que ella me escuchó. Mi madre era la única que usaba mi verdadero nombre para dirigirse a mí―. Pedro te echa de menos y…
            ―¿Para qué? ¿Para qué me echa de menos, mamá? ¿Para hacer un cuarteto en vez de un trío?
            ―Oh Nia, te pones insoportable cuando usas ese tono.
            ―Mira mamá ―me calmé―, tengo cosas que hacer y…
            ―Y yo. Yo también tengo mucho que hacer. Cristina, no eres la única que…
            El timbre de la puerta retumbó en el apartamento. Salvada por la campana.
            ―Mamá te dejo. Llaman a la puerta.
            ―Vale Cristina. Te llamo mañana y…
            ―De acuerdo, mamá. ―Y colgué.
            Respiré. Respiré. Respiré.
            ―Nia, es tu madre. La mujer que te trajo al mundo. 1,2,3,4… ―Me pasé la mano por el corto cabello y expulsé todo el aire que retenía mientras me decía esas palabras―. Tu madre, Nia.
            El golpe en la puerta me distrajo de mi discurso.
            ―¡Nia! ¿Estás ahí?
            ―Belén. ―Reconocí su voz enseguida a pesar de que llegaba distorsionada a través de la madera de la entrada.
            Belén es mi mejor amiga. La única amiga que tengo y es especial porque ¡MI MADRE LA ODIA! No es que seamos amigas por los sentimientos encontrados que produce en mi progenitora, para nada. Bueno, si esto va a ser como el confesionario ―mientras decido cómo llamar a esto que compartimos, vosotros y yo, usaremos ese término―, creo que lo mejor es ser sincera y… Sí, al principio fui solo amiga de Belén porque mi madre la detestaba; por sus pintas: alta, muy alta y delgada. Lo que llamaríamos una pajita andante. Viste de negro riguroso, con algún toque morado, y lleva las botas militares a todos los sitios ―como sé que lo estáis pensando, os lo confirmo: hasta en la playa―. Su pelo no sigue ningún orden prefijado. Cada punta se dispara teniendo el color que más le apetezca a su dueña. Y su piel es de un blanco inmaculado, brilla hasta en la oscuridad ―os lo juro―. El toque de color lo ofrecen sus gafas, de pasta grande de tonalidad verde fosforito o naranja o amarillo o rosa o… En definitiva, Belén tiene un gran muestrario de lentes.
            Excéntrica la llama mi madre. Yo, la mejor amiga que una persona puede tener. Siempre ha estado a mi lado y con esto de Pedro... ―como habéis deducido Pedro es el HdP de mi ex―. Belén siempre está ahí.
            ―Hola preciosa ―me saludó en cuanto le abrí la puerta―. ¿Y eso? ¿La basura? ―Señaló las bolsas donde había tirado los últimos años de mi vida.
            ―La basura ―confirmé.
            ―Pues vamos a tirarla.

            Me arrancó una sonrisa. Belén siempre estaba dispuesta a ayudarme.

©Aileen Diolch

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